
2) Una plenitud de gracia: Cristo está “lleno de gracia y de verdad”(Jn. 1:14). Es de esta plenitud que el creyente recibe “gracia sobre gracia” (Jn. 1:16), una especie de plenitud de ella, toda clase, medida y provisión de gracia.
a. Hay en Cristo una plenitud del Espíritu de gracia y de los dones del Espíritu. Porque él es el Cordero en medio del trono, con “siete cuernos, y siete ojos, los cuales son los siete espíritus de Dios” (Ap. 5:6). No siete subsistencias personales distintas; sino que la frase describe al único Espíritu de Dios y la perfección de sus dones y su gracia. Menciona el número siete que, en su sentido más amplio habita en Cristo; “espíritu de sabiduría y de inteligencia, espíritu de consejo y de poder, espíritu de conocimiento y de temor de Jehová” (Is. 11:2). Es poseedor [de estos dones]. Es ungido “con óleo de alegría”, con el Espíritu Santo “más que a tus compañeros”, que a cualquiera de los hijos de los hombres, que son hechos partícipes de su gracia y gloria (Sal. 45:7; He. 1:9); porque “Dios no da el Espíritu por medida” (Jn. 3:34). Todos los dones extraordinarios del Espíritu Santo, con los cuales se llenaron los apóstoles en el día de Pentecostés, fueron dados por Cristo como Cabeza de la Iglesia, quien, al ascender al cielo para cumplir todas las cosas, tomó “dones para los hombres” (Sal. 68:18) y se los dio a fin de calificarlos para realizar una obra y un servicio portentoso. Y ha estado dando esos dones en todas las épocas de la Iglesia, a fin de que los miembros del cuerpo de Cristo hagan “la obra del ministerio” (Ef. 4:12), para la edificación de su cuerpo, la Iglesia, porque hay en él “abundancia de espíritu” (Mal. 2:15).
b. Hay una plenitud de las bendiciones de la gracia en Cristo. El pacto de gracia es tanto ordenado como seguro en todas las cosas; está lleno de todas las bendiciones espirituales. Ahora bien, este pacto se hace con Cristo; está en sus manos, sí, él mismo es el pacto. Todas las bendiciones de este pacto están sobre la cabeza y en las manos de Aquel que es un tipo de José, incluso “serán sobre la cabeza de José” (Gn. 49:26). Por lo tanto, si alguno es bendecido con estas bendiciones, lo es “en los lugares celestiales en Cristo” (Ef. 1:3)… particularmente, hay en Cristo una plenitud de justificación, perdón, adopción y gracia santificadora.
(1) En él hay plenitud de gracia justificadora . Una parte de su obra y oficio como Mediador era “traer la justicia perdurable” (Dn. 9:24), una justicia que responde a todas las demandas de la Ley y la justicia, las cuales deben responder por su pueblo en un momento en el futuro para luego durar para siempre. Tal rectitud ha logrado que se satisfaga la justicia, que la ley sea magnificada y honrada, lo cual complace a Dios. De allí que sea llamado: “JEHOVÁ, JUSTICIA NUESTRA” (Jer. 23:6) y “el Sol de justicia” y fuerza (Mal. 4:2), el único de quien podemos obtener nuestra justicia. Ahora bien, esta justicia cumplida por el Hijo de Dios está en él y con él como su autor y sujeto. Las almas sensibles se dirigen a él, en él confían y a él se la piden; y cada uno [dice], a medida que crece su fe:
“Ciertamente en Jehová está la justicia y la fuerza” (Is. 45:24). De él reciben este “don de justicia” y con él “la abundancia de gracia”; una verdadera sobreabundancia de ella (Ro. 5:17). Como este don fue libremente forjado para ellos, es libremente imputado a ellos y otorgado a ellos, sin ninguna consideración de sus obras. Es tan grande y pleno que es suficiente para justificación de todos los escogidos de las obras de las cuales estos no pueden de otra manera “ser justificados” (Hch. 13:39).
(2) Hay también una plenitud de gracia perdonadora en Cristo. El pacto de gracia ha proporcionado ampliamente y en su totalidad el perdón de los pecados de todo el pueblo del Señor. Una gran parte de ella es lo que dice el Señor: “Seré propicio a sus injusticias, y nunca más me acordaré de sus pecados y de sus iniquidades” (He. 8:12). En consecuencia de este pacto y de los compromisos de Cristo en él, su sangre “por muchos es derramada para remisión de los pecados” (Mt. 26:28). El punto central de esto es que en él “tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados según las riquezas de su gracia” (Ef. 1:7). Tal redención es totalmente gratuita; en ella se destacan eminentemente las riquezas, la gloria de la gracia y la misericordia; por lo tanto, es grande y abundante, completa y plena. Dios, conforme al pacto de su gracia y en razón de la preciosa sangre de su Hijo, perdona todas las ofensas de su pueblo cometidas en el pasado, las que cometen en el presente y las que cometerán en el futuro. Por medio del hombre Cristo Jesús recibimos la predicación y el perdón ilimitado y completo de nuestras transgresiones. Ésta es la declaración del evangelio y lo que constituye las buenas nuevas a los pecadores sensibles de su condición y necesidad: “Todos los que en él creyeren, recibirán perdón de pecados por su nombre” (Hch. 10:43).
(3) Hay también una plenitud al ser adoptados por la gracia en Cristo. La bendición de la adopción de los hijos proviene originalmente del amor del Padre. El apóstol Juan dice: “Mirad cuál amor nos ha dado el Padre,
para que seamos llamados hijos de Dios” (1 Jn. 3:1). La predestinación es por y a través de Jesucristo. Gozar de ella se debe esencialmente, a la redención que encontramos en él porque vino a redimir “a los que estaban bajo la ley, a fin de que recibiésemos la adopción de hijos” (Gá. 4:5). El derecho, el privilegio y la libertad de llegar a ser hijos de Dios, viene realmente de Cristo a los que lo reciben y creen en él, de modo que aquellos que son hijos de Dios, lo son definitivamente por la fe en Cristo Jesús.
(4) Agreguemos a todo lo anterior que hay una plenitud de gracia santificadora en Cristo. Toda la santidad de los escogidos está en las manos de Cristo. Él es su santificación, así como su justicia. Es de su plenitud que reciben cada gracia. Toda la santidad se deriva de Cristo, de la cual los suyos son hechos partícipes durante la vida y que se perfecciona en la hora de la muerte; porque sin santidad, una santidad total, “nadie verá al Señor” (He. 12:14).
En la primera obra de conversión , una gran medida de gracia santificadora proviene de Cristo, cuando “…la gracia de nuestro Señor fue más abundante con la fe y el amor que es en Cristo Jesús” (1Ti. 1:14). Él es “el autor y consumador de la fe” (He. 12:2), es el autor y consumador de toda otra gracia; cada medida y cada porción de cada una de ellas es debida a él. Hay una plenitud de toda gracia en Cristo para satisfacer todas nuestras necesidades, para sostenernos como personas y para llevarnos seguros y tranquilos a través de este desierto. En él hay plenitud de luz y vida, de sabiduría y conocimiento, de fuerza y habilidad, gozo, paz y consuelo. En él hay plenitud de luz espiritual y de él proviene. Como la luz que se esparció por toda la creación en el cuarto día fue tomada de esa gran luminaria que es el sol, así toda plenitud de luz espiritual habita en Cristo, el Sol de justicia, de quien recibimos todo lo que tenemos. “Es como la luz de la aurora”, que va aumentando poco a poco en intensidad, “hasta que el día es perfecto” (Pr. 4:18).
En él mora toda vida espiritual, con él está la fuente de ella (Sal. 36:9); de él tenemos el principio viviente de la gracia y por él se mantiene en nosotros para vida eterna. En Cristo “están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento” (Col. 2:3) y de él los recibimos. Dado que en él está la justicia con la que nos justifica, de él recibimos la fuerza para oponernos a toda corrupción, soportar a todo enemigo, ejercitarnos
en toda gracia y cumplir con todas nuestras responsabilidades. Aunque no podemos hacer nada por nosotros mismos y sin él nada podemos hacer, sí podemos hacer todas las cosas con la fortaleza que recibimos de él.
O sea que en Cristo hay una fuente llena y un sólido fundamento de toda paz espiritual, todo gozo y consuelo. “Si hay alguna consolación”, es en Cristo (Fil. 2:1). Fluye de su persona, de su sangre, de su integridad y de su sacrificio en la cruz; es una fuente inagotable de la cual el creyente puede llenarse “con gozo inefable y glorioso” (1 P. 1:8). “Porque de la manera que abundan en nosotros las aflicciones de Cristo” —las que padecemos por Cristo—, de la misma manera, “abunda también por el mismo Cristo nuestra consolación” (2 Co. 1:5). Hay gracia suficiente en Cristo para llevarnos a través de todas las pruebas, experiencias y aflicciones de la vida; para hacernos fructíferos en toda buena obra y para ayudarnos a perseverar hasta el fin. Hay en Cristo una plenitud de gracia
fructífera y persistente.
c. Hay una plenitud de promesas de gracia en Jesús. Hay muchas “preciosas y grandísimas promesas” (2 P. 1:4) que responden a las diversas cuestiones y circunstancias de los hijos de Dios. Nunca ha habido un creyente desde la creación del mundo, y me atrevería a decir que nunca habrá uno hasta su final, que no haya recibido una promesa que responda justo a su necesidad. El pacto de gracia está lleno de estas promesas; de esa fuente son transcritas al evangelio y se extienden a través de toda la Biblia. Lo mejor de todo es que: “todas las promesas de Dios son en él Sí, y en él Amén, por medio de nosotros, para la gloria de Dios” (2 Co. 1:20), todas fueron puestas en sus manos para nuestro uso y todas son dignas de confianza y seguras en él. [Él] velará para que se cumplan plenamente, no sólo la gran promesa de vida, sino “la esperanza de la vida eterna” la cual “Dios, que no miente, prometió desde antes del principio de los siglos” (Tit. 1: 2). Esa promesa de vida eterna está en Cristo Jesús, como lo están también todas las demás, de modo que quienes son partícipes de ellas, lo son en él por el evangelio.
Además de la plenitud de la naturaleza y la gracia que está en Cristo,
3) También está la plenitud de la gloria de la vida eterna y la felicidad: Dios no sólo ha puesto la gracia de su pueblo, sino también su gloria en manos de Cristo. Su porción, su herencia, está reservada para ellos con él, donde se mantiene fiel y segura. Ellos son “herederos de Dios y coherederos con Cristo” (Ro. 8:17), de modo que su herencia está segura. Como su vida de gracia, así también su vida de gloria “está escondida con Cristo en Dios” (Col. 3:3) y llegará el día “cuando Cristo… se manifieste, entonces vosotros también seréis manifestados con él en gloria” (Col. 3:4). ¿En qué consiste esa manifestación? “Seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es” (1 Jn. 3:2). Los santos serán como Cristo, tanto en cuerpo como en alma. Los cuerpos que han sido redimidos
por su sangre y son miembros de él serán transformados “para que sea[n] semejante[s] al cuerpo de la gloria suya” (Fil. 3:21) en espiritualidad, inmortalidad, incorrupción, poder y gloria; y “resplandecerán como el sol en el reino de su Padre” (Mt. 13:43). Sus almas serán hechas semejantes a Cristo en conocimiento y santidad, tanto como las criaturas sean capaces de serlo. Entonces lo verán como él es, contemplarán su gloria mediadora, lo verán cara a cara y no a través de otro. Los santos se deleitarán inexpresablemente con las excelencias de Cristo y siempre estarán con él en su presencia porque allí hay “plenitud de gozo; delicias a tu diestra para siempre” (Sal. 16:11). Ahora todo esto está protegido en Cristo para los santos; todo lo que pudieran esperar, pueden confiar que se cumplirá porque “este es el testimonio: que Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo” (1 Jn. 5:11). Así pues, toda la plenitud de la naturaleza, la gracia y la gloria está en Cristo Jesús Señor nuestro.
Continuara …
Tomado de un sermón predicado el 15 de junio de 1736, Sermons and Tracts, Tomo 1, Primitive Baptist Library, Streamwood, Illinois, EE.UU.
John Gill (1697-1771): Pastor, teólogo y erudito bíblico bautista; nacido en Kettering, Northamptonshire, Inglaterra.
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