3. Un pecado de la carne no mortificado obstaculiza e interrumpe la vida, el vigor y la espiritualidad de los deberes santos. Lo hace de dos maneras: Insensibilizando el corazón de toda culpa o distrayendo el corazón mediante su fuerza.

(1) Una lascivia no mortificada insensibiliza al corazón en cuanto a sus deberes santos por medio del sentido de culpa que yace en la conciencia. ¡Ay! ¿Cómo podemos acercarnos a Dios con un espíritu libre, cómo podemos llamarlo Padre con un mínimo de seguridad, mientras tenemos conciencia de un pecado no mortificado que todavía vive en nuestro
interior? Admítalo: ¿Acaso no le remuerde la conciencia y hasta calla su boca cuando está orando con sugerencias como estas? “¡Qué! ¿Acaso es posible orar pidiendo perdón por mis pecados y fuerza para no pecar, aunque sé que hay en mí y que fomento un deseo de la carne no mortificado? ¿Oro rogando gracia contra el pecado y, aun así, conservo un pecado conocido?… ¿No es una oración así, pura hipocresía y engaño? ¿La escuchará el Señor? O si de hecho la escucha, ¿no la contará como una abominación contra él?”. Usted, a quien su propia conciencia acusa, ¿acaso no encuentra que tales reflexiones lo insensibilizan grandemente en cuanto a su deber?… De hecho, la culpa es el impedimento más grande del mundo para el cumplimiento del deber… Nos llena de desconfianza, inseguridad y un temor muy grande de presentarnos ante Dios como nuestro Juez, en vez de nuestro Padre.

(2) Una lascivia no mortificada impide cumplir el deber santo porque distrae el corazón con su poder. Aparta el corazón de Dios, enreda los afectos, desparrama los pensamientos, descompone la composición del alma, de manera que, en el mejor de los casos, no es más que un deber quebrantado y destrozado. Y aquí radica la astucia de Satanás, en que si hay en el alma alguna corrupción menos mortificada que otra, de seguro esa corrupción actuará y se interpondrá entre Dios y el alma en el cumplimiento de su deber. Ahora bien, cuando un deseo de la carne impide el cumplimiento del deber, la gracia no puede respirar ni ejercitarse. ¡Con razón desfallece y se deteriora!

(3) Cuando se ha descuidado una mortificación, a su puerta acecha algún pecado vil y escandaloso. Cuando vemos a alguien que profesa ser creyente cometer una maldad notoria, ¿a qué se puede imputar más que al hecho que esa corrupción se aprovechó de que fuera negligente en mortificarla? Cuando alguien sufre continuamente de ideas interiores que atacan, tientan e importunan al alma, es una señal de que la lascivia ya se ha ganado los afectos. Y si se puede adormecer la conciencia, nada le impedirá entrar en acción… Por lo tanto, cuídese de no permitir que la corrupción se agite y actúe en su interior. No puede
Peligros de no mortificar el pecado ponerle límites ni decirle: “Hasta aquí llegaste, pero no más. Te permito estar en mis pensamientos y en mi imaginación. Pero, conciencia, cuídate
de que no vaya más allá”. ¡Por lo tanto, si quiere asegurarse de no correr este peligro, mortifique a la lascivia en su gestación! Sofoque y suprima sus señales y apariciones. De otra manera, no se imagina lo prodigiosamente que crecerá la impiedad. El menor y más insignificante pensamiento pecaminoso tiende a terminar en una culpabilidad infinita; un pensamiento indigno e impropio acerca de Dios lleva a una blasfemia horrible; cada pensamiento lascivo a una inmundicia abierta; cada pensamiento envidioso, a un derramamiento de sangre. A menos que practique diariamente la mortificación para suprimir y vencer esos estímulos, no puede saber cuántos pecados destructores del alma le pueden impulsar a cometer.

Una lascivia no mortificada aleja al corazón de su amistad y comunión con Dios… Hay sólo dos cosas que mantienen la amistad entre Dios y el alma: De parte de Dios, las comunicaciones llenas de la gracia de su Espíritu, por medio de cuya influencia iluminadora, avivadora, sustentadora y reconfortante, conversa con aquella alma a la cual otorga su gracia. De nuestra parte, el estado espiritual del corazón por medio del cual conversamos con Dios con delicia santa, libertad y frecuencia con una cordial y sincera obediencia. Pero una lascivia no mortificada destruye esta amistad entre las dos partes.

1. Provoca a Dios a suspender las influencias de su Espíritu y por su parte cortar la relación: “Por la iniquidad de su codicia me enojé, y le herí, escondí mi rostro y me indigné” (Is. 57:17)…

2. Una lascivia no mortificada quita poderosamente la armonía del alma y desordena la espiritualidad que debemos preservar, si queremos mantener comunión con Dios. Piense en cómo aumenta la separación y el distanciamiento entre amigos cercanos. De igual manera, aumenta la separación entre Dios y el alma. Si alguien tiene conciencia de un mal que le ha hecho a su amigo, le causará temor y vergüenza conversar con él y, aún más, estar en su compañía con comodidad y con frecuencia. “El pecado no sólo luchará, actuará, causará rebelión, perturbación e inquietud, sino que, en caso de no estar continuamente mortificado, producirá grandes pecados, malditos, escandalosos y destructores de almas… Cada vez que se levanta, el objetivo del pecado es tentar o atraer, si él no fuera mortificado, saldría lo peor del pecado de esa clase. Si pudiera, todo pensamiento o mirada impura sería adulterio; cada deseo codicioso sería opresión, cada pensamiento de incredulidad sería ateísmo, si creciera en sus pensamientos… cada aumento de lujuria, si tuviera un camino libre, llegaría a la altura de las peores perversidades”.

Lo mismo sucede en este caso: La lascivia no mortificada llena el alma de vergüenza culposa, motivada por su conciencia de un agravio a Dios…

Ahora, reflexione en su propia realidad, usted que ha cometido algún pecado: ¿Acaso éste no ha quitado gradualmente la espiritualidad de su corazón, y debilitado la vida y el vigor de su comunión? ¿No lo ha apagado, enfriado y hecho indiferente a las cosas y los caminos de Dios? ¿No ha considerado a Dios como si estuviera muy lejos sin interesarse o anhelar acercarse para conversar con él? ¿No cree usted que ha llegado el momento de mortificar este pecado que ha causado esta división entre Dios y su alma, y que se deshaga de lo que ha causado tensión y disensión para poder renovar su amistad con él? Permítame decirle que me temo que, de otra manera, esta enajenación aumentará hasta convertirse en una lamentable apostasía y terminando en una pavorosa perdición.

Tomando de “The Great Duty of Mortification” en The Works of Ezekiel Hopkins.


Ezekiel Hopkins (1634-1690): Pastor anglicano, capellán de Magdalen College, Oxford, fue más adelante Obispo de Derry, Irlanda; sus escritos son legibles, claros, y prácticos; nacido en Sandford, Crediton, Devonshire.

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