
Junto a la cruz, llegamos a ser imitadores del Crucificado. Anhelamos ser como él; hombres que no vivimos para agradarnos a nosotros mismos (Ro. 15:3), que cumplimos la voluntad del Padre, sin considerar nuestra vida como algo a qué aferrarnos, que amamos a nuestros prójimos como a nosotros mismos y a los hermanos como él nos ama a nosotros. Somos personas que oramos por nuestros enemigos, que no devolvemos mal por mal, que no nos sublevamos cuando sufrimos, sino que nos entregamos a Aquel que juzga todas las cosas con justicia, que vivimos no para nosotros mismos, que morimos no para nosotros mismos,
que estamos dispuestos a despojarnos de nosotros mismos (Fil. 2:7) y a “padecer afrenta por causa del Nombre” (Hch. 5:41), es decir, dispuestos a ocupar el lugar y el nombre de «siervos”, “teniendo por mayores riquezas el vituperio de Cristo” (He. 11:26). “Porque en cuanto murió, al pecado murió una vez por todas; más en cuanto vive, para Dios vive” (Ro. 6:10), “para no vivir el tiempo que resta en la carne, conforme a las concupiscencias de los hombres, sino conforme a la voluntad de Dios” (1 P. 4:2).
Junto a la cruz, comprendemos el significado de textos como éste:
“Sabiendo esto, que nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con él, para que el cuerpo del pecado sea destruido, a fin de que no sirvamos más al pecado” (Ro. 6:6). La crucifixión de nuestro viejo hombre, la destrucción del cuerpo de pecado y la libertad de la esclavitud del pecado se relacionan estrechamente unos con otros, y todos ellos con la cruz de Cristo. O como dijera el Apóstol: “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gá. 2:20). Aquí el único Pablo –no dos Pablos ni dos personas– habla de principio a fin, identificándose completamente con Cristo y su cruz. No se trata de una parte de Pablo en esta cláusula y de una distinta en otro lugar. ¡Es un solo Pablo de principio a fin quien es crucificado, muere y vive!
Al igual que Isaac fue recibido de entre los muertos “en sentido figurado” (He. 11:19) e igual como Abraham consideraba a Isaac como haberle sido devuelto de la muerte después de la extraña transacción en Moriah, ¡de la misma manera consideraría y trataría Jehová a este Pablo como un hombre resucitado! ¡Isaac era el mismo Isaac, sin embargo, no el mismo; de la misma manera Pablo era el mismo Pablo y, no obstante, no el mismo! Había pasado por algo que había alterado judicialmente su estado y moralmente su carácter; era nuevo. En lugar del primer Adán, que era de la tierra, era terrenal (1 Co. 15:47), él cuenta con el último Adán, el Señor enviado del cielo para que sea su huésped: “Cristo vive en mí” (Gá. 2:20). El Apóstol está diciendo: “Vivo, pero no yo, sino Cristo en mí”; (tal y como él dice: “pero no yo, sino la gracia de Dios conmigo” en 1 Corintios 15:10). Y así vive el resto de sus días aquí sobre la tierra, manteniendo su unión con el Hijo de Dios y con su amor. También recibimos revelación sobre este versículo: “Pero los que son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y deseos” (Gá. 5:24) y “…lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo me es crucificado a mí, y yo al mundo” (Gá. 6:14).
Junto a la cruz, obtenemos la Garantía gracias a la muerte de Cristo, y descubrimos más fehacientemente el significado de pasajes como estos: “Porque habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios” (Col. 3:3). Pues habéis muerto con Cristo en cuanto a “…los rudimentos del mundo” (Col. 2:20). Su muerte (y la de usted con Cristo) rompió su relación con el pecado. “Si uno murió por todos, luego [todos murieron]; y por todos murió, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos” (2 Co. 5:14b-15). “Porque Cristo para esto murió y resucitó, y volvió a vivir, para ser Señor así de los muertos como de los que viven” (Ro. 14:9).
(Ro. 6:7-12): “Porque el que [ha muerto], ha sido [justificado] del pecado. [Es decir, Cristo pagó el precio del pecado]. Y si morimos con Cristo [puesto que morimos con Cristo], creemos que también viviremos con él; sabiendo que Cristo, [habiendo resucitado] de los muertos, ya no muere; [no tiene una segunda pena que pagar ni una segunda muerte para sufrir – He. 9:27-28]; la muerte no se enseñorea más de él porque en cuanto murió, al pecado murió una vez por todas; [su muerte terminó con la maldición del pecado una vez y para siempre] más en cuanto vive, para Dios vive. Así también vosotros consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro. No reine, pues, el pecado en
vuestro cuerpo mortal [incluso en su cuerpo – Ro. 12:1], de modo que lo obedezcáis en sus concupiscencias”.
Hay algo inconfundiblemente solemne en estos pasajes. Son muy distintos, tanto en el tono como en las palabras a la conversación superficial de algunos cuando hablan del evangelio y su perdón. Ah, éste es el lenguaje de alguien que tiene una profunda percepción de que la
ruptura con el pecado es uno de los actos más poderosos, al igual que más bendecidos del universo. Ha descubierto cómo ha sido librado de toda condenación y cómo todas las demandas de la justicia contra él han sido satisfechas. Pero más que esto, ha descubierto cómo la garra del pecado puede ser debilitada, cómo una serpentina puede ser desenrollada,
cómo sus impurezas pueden ser borradas, cómo puede hacerle frente a sus argucias y vencer sus fuerzas, y ¡lo santo que puede ser! Esto es para él uno de los más grandes y más felices descubrimientos. El perdón en sí es precioso, principalmente como un paso hacia la santidad.
Es difícil entender cómo puede alguno, después de leer declaraciones como esas del Apóstol, hablar del pecado, perdón o santidad sin maravillarse. También es incomprensible cómo alguno puede [pensar] que el perdón que el creyente encuentra en la cruz de Cristo lo libra de la obligación de vivir una vida santa.
Es cierto que el santo sigue teniendo pecado, pero es igualmente cierto que este pecado no lo lleva de vuelta a la condenación. Pero hay una manera de decir esto que casi podría entenderse que permanecer en guardia ya no es tan necesario; que la santidad no es ya de tanta urgencia, que el pecado no es tan terrible como antes. Decirle a un santo que peca que ninguna cantidad de pecado puede alterar su posición perfecta ante Dios que la sangre de Cristo nos otorga, quizá no sea técnica o teológicamente incorrecto; pero esta manera de expresar la verdad no es la de la Epístola a los Romanos o la dirigida a los Efesios. Es casi como decir: “Continúa en pecado porque la gracia abunda”, lo cual no tiene nada de bíblico. La manera apostólica de expresar este punto es la de 1 Juan 1:9: “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad” (1 Jn. 2:1).
Es así pues, que aquello que cancela la condena provee la pureza. El sacrificio de la cruz, no sólo da perdón, sino que purifica. La sangre del Crucificado es un manantial doble de paz y santidad. Sana, une, fortalece, aviva, bendice… Pero tenemos nuestra cruz para cargar y, durante toda nuestra vida, la estaremos cargando. No es la cruz de Cristo la que debemos cargar: esa es demasiado pesada para nosotros. Además, ya ha sido cargada una vez y para siempre. Pero nuestra propia cruz permanece y mucho de la vida cristiana consiste en cargarla verdadera, sincera y decididamente… La cruz en la cual hemos sido crucificados con
Cristo y la cruz que cargamos son diferentes; no obstante, ambas van en la misma dirección y nos llevan por un mismo camino. Ambas protegen contra el pecado y llaman a la santidad. Ambas “condenan al mundo” y demandan separación de él. Nos ponen a una altura tan elevada y tan sobrenatural que las preguntas que pueda haber con referencia a la
conveniencia de conformarse a los caminos del mundo son contestadas en cuanto son hechas; y las falacias de la carne, que incluyen parrandas y juergas, no nos sorprenden para nada. El reino está a la vista, el camino es claro, la cruz está sobre nuestros hombros y ¿nos vamos apartar para ir en pos de la moda, de frivolidades, placeres y bellezas irreales, aunque sean inofensivas, como dicen los hombres que los son?
Tomado de God’s Way of Holiness.
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Horatius Bonar (1808-1889): Pastor presbiteriano escocés, cuyos poemas, himnos y
tratados religiosos eran sumamente populares durante el siglo XIX; nacido en Edinburgo,
Escocia.
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