
“Pero al que obra, no se le cuenta el salario como gracia, sino como deuda” (Romanos 4:4).
Con estas palabras, ¿pretende [Pablo] restarle importancia a las buenas obras? ¿Está animando a sus lectores a caminar impíamente? ¿Está diciendo palabras duras, que mejor sería no decirlas? No, la verdad es que está colocando el fundamento de las buenas obras. Está quitando el gran obstáculo a una vida santa que es la esclavitud del hombre a un estado no perdonado. Está diciendo, con el poder del Espíritu Santo, verdades muy importantes. La diferencia entre obrar y creer es lo que Dios quiere que aprendamos, no sea que confundamos a las dos y haciéndolo, destruyamos a ambas. Aquí declara explícitamente el orden y la relación entre las dos en anticipación al error de muchos que entremezclan el obrar con el creer, que hacen del creer, el resultado del obrar, en lugar del obrar el resultado de creer. Diferenciamos con cuidado la fe y las obras, pero con el mismo cuidado conectamos a las dos. No separamos lo que Dios ha unido; tampoco invertimos el orden divino, ni adulteramos la relación divina, mucho menos ponemos en último lugar lo que Dios le ha dado el primero.
No fue para despreciar o desanimar el hacer buenas obras que el Apóstol habló de no obrar sino creer, ni de que “el hombre es justificado por fe sin las obras de la ley”, ni que Dios “atribuye justicia sin obras” (Ro. 3:28; 4:6). Fue para distinguir entre dos cosas que son diferentes. Fue para mostrar la verdadera función de la fe de conectarnos para justificación con lo que otro ha realizado. Fue para impedir que
pretendamos hacer algo con el fin de ser justificados. Viéndolo así, entonces, la fe es, en realidad, dejar de obrar y no una obra en sí misma. No se trata de hacer algo para ser justificados, sino la sencilla aceptación de la obra justificadora de Aquel que terminó con la transgresión y puso fin al pecado (Dn. 9:24). Porque la única obra justificadora se completó mil ochocientos años atrás y cualquier intento de nuestra parte de repetirla o imitarla es en vano. Aquella cruz es suficiente.
Tampoco fue para subestimar las buenas obras que realizó nuestro Señor, la respuesta que muchos pueden considerar muy singular a la pregunta de los judíos: “¿Qué debemos hacer para poner en práctica
las obras de Dios? …Esta es la obra de Dios, que creáis en el que él ha enviado” (Jn. 6:28-29). Ellos querían abrirse camino para obtener el favor de Dios con sus propias acciones. El Señor les dice que aceptando sin dilación el testimonio de su Hijo unigénito pueden obtener ese favor sin tener que esperar ni depender de sus propias acciones. Hasta entonces, no estaban en condición de obrar. Eran como árboles sin raíces, como estrellas cuyos movimientos, no importa lo regular que fueran, no serían de ningún uso si ellas mismas no tuvieran luz.
Decirle a un espíritu atribulado que anda a ciegas: “Tienes primero que creer antes de poder hacer obras”, no significa alentarlo a seguir viviendo un estilo de vida impío, sino darle el requisito indispensable, tal como uno le diría a un soldado en la cárcel: “Tienes que salir de tu encierro antes de poder pelear” o a un nadador: “Tienes que tirarte al agua antes de intentar nadar” o a un corredor: “Tienes que quitarte esos grillos antes de poder correr la carrera”. Tienen que hacer lo primero antes de poder hacer lo segundo. No obstante, estas expresiones del Apóstol, a menudo se ignoran o son consideradas peligrosas. Citadas
como una advertencia o con la menor frecuencia posible, por sentir secretamente que, a menos que se las diluya mucho o se las califique, mejor es no citarlas. Pero, ¿por qué están allí estas declaraciones tan firmes si son tan peligrosas, si la intención no fuera que se proclamen con tanta intrepidez ahora como fueron intrépidamente escritas hace dieciocho siglos? ¿Qué quiso significar el Espíritu Santo al proclamar
declaraciones tan “transparentes”, como algunos tienden a juzgarlas? Por algo fueron escritas con tanto aplomo. Las palabras tímidas no hubieran logrado su propósito. El evangelio glorioso necesitaba
declaraciones como éstas para resolver la maraña de la cuestión importante que es la aceptación, para dar paz a conciencias atribuladas y purgarlas de obras muertas y, a la vez, dar a las obras el lugar que les corresponde.
En la justicia de otro confiamos y en la justicia de otro somos justificados. Respondemos a todas las acusaciones en nuestra contra, basadas en nuestra vida pecaminosa, señalando la perfección de la justicia
que nos cubre de pies a cabeza…
Protegidos por esta perfección, no tememos a la ira, ni ahora ni en el más allá. Es una seguridad para nosotros y clamamos: “Mira, oh Dios, escudo nuestro, y pon los ojos en el rostro de tu ungido” (Sal. 84:9),
como queriendo decir: “No me mires a mí, sino a mi Sustituto. No trates conmigo por mis pecados, sino con el que pagó por ellos. No me amonestes por mi culpabilidad, sino repréndelo a él; él responderá por
mí”. Es así que nos encontramos seguros, protegidos por el escudo de justicia. Ninguna flecha, ni del enemigo ni de nuestra conciencia nos puede alcanzar allí.
Cubiertos por su perfección, tenemos paz. El enemigo no puede tocarnos o si trata de hacerlo, podemos resistirlo triunfalmente. Es un refugio en la tormenta, una protección contra la tempestad, un río de agua
en la sequedad, la sombra de una gran roca en un páramo soleado. La obra de la justicia es la paz y en el Señor tenemos justicia y fortaleza.
Embellecidos con esta perfección, que es la perfección de Dios, encontramos favor ante él. Su vista se posa sobre la belleza que ha puesto en nosotros, de manera que al mirarnos vestidos ahora de su excelencia divina, la declara “muy buena”. No ve ninguna iniquidad en Jacob ni ninguna transgresión en Israel (Nm. 23:21). “La maldad de Israel será buscada, y no aparecerá; y los pecados de Judá, y no se hallarán” (Jer. 50:20). Esta justicia es suficiente para cubrir, consolar y embellecer.
Pero hay más: Somos justificados para poder ser santos. Poseer esta justicia legal es el principio de una vida santa. No vivimos una vida santa con el fin de ser justificados, sino que somos justificados para poder vivir una vida santa. Lo que el hombre llama santidad es algo que puede encontrarse en casi cualquier circunstancia de ansiedad, oscuridad, esclavitud u conducta farisaica y sufrimiento; pero lo que Dios llama santidad sólo puede desarrollarse bajo condiciones de libertad y luz, y de perdón y paz con Dios. El perdón es la motivación principal de la santidad. El amor, como motivo, es mucho más fuerte que la ley, mucho más influyente que el temor a la ira o al peligro del infierno. El terror puede hacer que el hombre se arrodille como un esclavo y obedezca a un amo cruel, no sea que le sucedan cosas peores, pero sólo un sentido de amor perdonador puede llevar al corazón o la conciencia a ese estado en que la obediencia es agradable al alma o aceptable a Dios.
Las ideas erradas de la santidad son comunes, no sólo entre los que profesan religiones falsas, sino entre los que profesan la verdadera. La santidad es algo que el hombre por naturaleza no puede concebir, tal como un ciego no puede concebir la belleza de una flor o la luz del sol. Todas las religiones falsas han tenido sus “santos”, cuya santidad, a menudo, consistía simplemente en la cantidad de dolor que podían infligirle a sus cuerpos o de los alimentos de los cuales se podían abstener, o del arduo trabajo que podían realizar. Pero con Dios, un santo es un ser muy diferente. En gran parte, la verdadera santidad consiste del amor filial y de todo corazón a Dios. Y esto no puede ni siquiera comenzar hasta que el pecador haya encontrado perdón, haya palpado la libertad y confiado en Dios. El espíritu de santidad es incompatible con el espíritu de esclavitud. Tiene que ser el espíritu de libertad, el espíritu de adopción por el cual clamamos: “¡Abba, Padre!” (Ro. 8:15; Gá. 4:6). Cuando la fuente de santidad comienza a fluir en el corazón humano y a llenar todo el ser con su poder transformador y purificador decimos: “Y nosotros hemos conocido y creído el amor que Dios tiene para con nosotros” (1 Jn. 4:16). Esa es la primera nota del canto sagrado que se inició sobre la tierra y es perpetuado por toda eternidad.
Continuará …
Tomado de The Everlasting Righteousness.
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Horatius Bonar (1808-1889): Pastor presbiteriano escocés y prolífico autor de tratados, libros e himnos. Nacido en Edimburgo, Escocia.
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